Rutillas – Pueblillos de la Alpujarra I
18 de Octubre, 2003 1:19
El domingo tocaba pasearse un poco, que siempre viene bien salir a tomar el aire y hacer unas fotos. Y el destino no fue otro que algunos de esos pueblos que están ahí pero nunca los vemos, porque no tenemos constancia de su existencia, pero están. Así que lo mejor es coger un buen mapa (de momento los del ejercito español siguen siendo los mejores para estas cosas) e ir a buscarlos. Por ejemplo sale uno de Granada, se va camino de la costa Motrileña por la autovía, tuerce a la izquierda buscando Lanjarón y la Alpujarra por una carretera normalita pero con miles de curvas, y en vez de tirar para los pueblos típicos de la Alpujarra Granadina, se va como para otro lado (de ahí que sea bueno llevar el mapa) y ahí comienza la aventura. Porque el paisaje es muy guapetón y la carretera se empieza a estrechar hasta tal punto que parece que solo cabe un coche, aunque con un poco de esfuerzo dos medio se cruzan.
Olías
Y llega uno por ejemplo a Olías, por una carretera asfaltada, estrecha y que se acaba justo donde empieza el pueblo, 4 casitas en medio de un lugar, con una montaña a la derecha (según el mapa y mi orientación el monte de ….). Y es en estos pueblos donde uno parece viajar en el tiempo, y aunque ve algún que otro coche por allí aparcado, ve a una amable señora con un sombrero de paja que lleva de la mano un borrico con un par de alforjas cargadas de estiércol de cordero que por supuesto te saluda amablemente y se dice internamente “otro torpedo que se ha perdido este mes por estas carreteras olvidadas de dios”. Y un poco más adelante otro par de viejecitas, también con su simpático sombrero de paja, hacen algo de mimbre sentadas a la puerta de su casa.
Ante la torpe pregunta de “¿cuántas personas viven aquí?” (cuando perfectamente podría haberlas contado ; ) una cuarta señora me dice que son 4 mujeres, y me explica quién son cada una de ellas: que si su cuñada, que si su no sé quién… Al rato de las explicaciones, y como si fueran aparte, me dice “ah, y también viven 5 hombres…” También me cuenta que es un pueblo tranquilo, que se vive muy bien, sobre todo por el silencio, todo es naturaleza, pero que no ven a casi nadie, porque son pocas las criaturas que como yo paran por allí. Que tienen agua, luz, televisión, pero que ella ya está viejita y le fastidia bastante cuando tiene algún problema de salud y tiene que ir hasta el pueblo de al lado a buscarlo, y aunque supongo que irán en coche, por las explicaciones y los gestos parece como si fueran (o hubieran ido) a buscarlo alguna vez andando monte a través. Después me cuenta que tienen una nave llena de cabritos y que si quiero puedo ir a verla, no muy segura de que eso pueda interesarme lo más mínimo. Pero claro que me interesa, y después de dar una vueltecita por el pueblo y hacer unas cuantas fotos de casas de piedra, puertas de madera (sí, de madera de árbol ; ) y fachadas encaladas, me dirijo hacia la nave que me comentaba a ver que efectivamente, estaba llena de cabritos. Debía de ser una fábrica de cabritos porque los había de varios colores y tamaños, marrones, blancos, negros, con manchas… Lo que no vi por ningún lado es la máquina que los fabrica (haberla tiene que haberla ; ) ni tampoco la máquina que pela a los cabritos y los pone dentro de una bandeja blanca y la envuelve en papel transparente y los manda pal Alcampo.
En la puerta de la nave otras dos señoras de sombrero de paja me cuentan que ellas no son de allí, pero que viven en ciudades cercanas y vienen los fines de semana a olvidarse del mundanal ruido y echar una mano en las tareas del campo. Por ejemplo hoy estaban recogiendo el estiércol dejado por los cabritos, amontonándolo y cargándolo en las alforjas del borrico que había visto esta mañana. Se iban turnando con un señor tanto para recogerlo como para llevarlo a una era cercana en la que iban a sembrar habas, que al parecer es la época ahora. También me enteré por ellas, de mano de un refrán castellano, de cuando se siembran los ajos, porque al parecer dicen que “Cuántos más días pasan de enero, más ajos pierde el arriero”. Siempre es bueno saberlo.
Fregenite
Subiendo de vuelta por la carretera que me había llevado hasta Olías se ve en la ladera de enfrente, y parece un poco más grande, pero al llegar a Fregenite me sorprende el no ver a nadie por ningún lado, ni casi siquiera coches. Este pueblo parece más un pueblo fantasma que el anterior pero no por ello deja de tener su belleza en las casas de piedra semiderruidas por todos lados. Incluso me sorprende bastante el ver un pequeño huertecito en cercano a la iglesia en el que todo parece abandonado, los pepinos (o algo similar) medio secos por el suelo y las tomateras y pimienteras con hongos en las hojas y con muchos tomates y pimientos para coger empezando a pudrirse. Pues nada, unas cuantas fotos por aquí, unas cuantas fotos por allí, y como torpedo usual, no soy capaz de encontrar la fuente del pueblo; bueno, la de la plaza de la iglesia si la encuentro pero no tiene agua, la que no encuentro es la que si la tiene, por allí cerca. Así que digo buenos días a través de una cortina detrás de la cual parecía haber gente y cuando una señora me responde le pregunto si sería tan amable de darme un vaso de agua que me estoy muriendo de sed. Un fresquito vaso de agua me da a la vez que me dice que si tengo más sed la fuente está justo detrás de su casa. Ya lo sabía yo que debía estar por allí cerca ; )
Entonces aparece su marido y me pregunta que quién soy y de donde vengo y que qué hago por allí. Yo le explico que estoy dando una vuelta y haciendo fotos, así que decide acompañarme al antiguo molino de aceite del pueblo, medio derruido pero con todos los elementos que lo componen, y ante mi interés me explica paso por paso como funcionaba y donde se ponían los borricos que movían las piedras que molían las aceitunas, que la masa molida resultante se metía en unos capachos de mimbre que luego se amontonaban en la prensa y se estrujaban allí con ayuda de una palanca para extraer el aceite. Este aceite, se echaba luego en un pozo de unos 15 metros de profundidad, y sobre él se añadía agua hirviendo para rebajarle la acidez que al parecer es muy fuerte recién sacado de la aceituna. El agua previamente se ha calentado en unas tinajas de barro que están empotradas sobre un horno de leña que se mantiene encendido toda la noche durante la época después de la recogida de la aceituna. Finalmente se recoge el aceite del pozo (este flota sobre el agua que se le ha echado) y se mete en unos bidones de metal, se tira el agua que ya no sirve y se empieza el proceso de nuevo.
En el molino trabajaba el molinero al que los vecinos le pagaban un sueldo a cambio de que extrajera el aceite de sus aceitunas. Así, a través de un sorteo usando papelitos dentro de un sombrero cada vecino era asignado a un día (o varios días) en los que tenía derecho a moler su cosecha y llevarse su aceite. En plena producción el molino no cerraba por las noches y en él se trabajaba las 24 horas del día. Había varios borricos que turnaban para dar vueltas y mover las piedras (en turnos de 5 horas aprox.) y tenían un establo pegando al molino en el que comían y dormían los borricos de relevo.
Así pude conocer de primera mano el funcionamiento de este curioso molino, de boca además de alguien que lo había vivido tiempo ha. Pero no solo eso aprendí, sino que también pude conocer lo que este hombre vivió como chiquillo cuando la primera radio llegó al pueblo y en la puerta de la vecina rica que compró la primera radio todas sus convecinas se rejuntaban para escuchar las radionovelas de la tarde, no oyéndose más que la radio, ni siguiera un murmullo. La primera tele también fue comprada por una rica vecina y los chiquillos del barrio (entre ellos este buen hombre) metían los cables de la luz en tierra húmeda, provocando una bajada de tensión en la línea y haciendo que en la televisión de esta buena señora aparecieran rayas y subidas y bajadas de luminosidad. Entonces esta mujer no tenía otro remedio que invitar a los chiquillos a entrar a ver la televisión, con un estupendo canal llamado TV1 y ningún otro, y en el suelo se amontonaban para ver esa “moderna” “caja tonta”. Pero claro, si salía un rombo antes de un programa (mayores de 14 años) o dos rombos (mayores de 18) los niños que no estuvieran autorizados a ver ese programa por su edad eran echados a jugar con piedras a la calle, y solo los mayores se quedaban, aunque como estaba muy oscuro, algún que otro menor conseguía esconderse en algún rincón para ver ese programa que, por su prohibición, era mucho más interesante que todos los otros.
Parece ser que cuando el pueblo estaba habitado, habría algo así como un centenar de personas, y unos 30 o 40 eran niños en edad escolar, y para ellos había una escuela (en lo alto del pueblo, ahora en ruinas) y una profesora para todos ellos. Supongo que además tenían suerte pues en otros sitios ni siquiera tendrían escuela, aunque fuera con solo una profesora.
Ya antes de despedirme e irme a seguir buscando otros pueblos, me explicó que el huerto en ruinas que había visto no es que estuviera abandonada, es que ya había dado toda su cosecha y que lo quedaba ya estaba perdido y se dejaba secar para al año siguiente volver a plantar. Bueno, ya me quedo más tranquilo!
Alcázar
Siguiendo mi ruta, llegué, desviándome, a Alcázar, un pueblo más grande que los anteriores. Así la gente ya no te saludaba por la calle, había coches, casas modernas y en cierto modo, se perdía el encanto de los pueblos anteriores, o mejor dicho, el encanto era otro. Pues había cosas que fotografiar por todos sitios, como una colección de macetas realmente interesante: geranios en una botella de lejía, rosales en una vieja olla de asas, claveles en un bote vacío de pintura, y así más de 30 macetas distintas todas en cacharros realmente reciclados. Quizás deberíamos aprender...
Sorvilán
Camino de la costa, y estando a unos 800-1000 metros de altitud, se empieza a ver el mar a lo lejos, entre los montes que tienen sus pies en él y el paisaje es realmente espectacular, con las nubes subiendo por las laderas de las zonas más altas. Y bajando un poco más tiene uno la opción de bajar a Polopos (no me dio tiempo de verlo esta vez) o de tirar para Sorvilán, el pueblo en el que según internet estaba tan alto que los piratas no eran capaces de llegar a robar. Y de nuevo, y esta vez con mucha más razón, este pueblo resulta enorme, a pesar de tener solo unos 500 habitantes. Pero claro, comparado con pueblos de 5 habitantes, es que proporcionalmente es 100 veces mayor, y claro, es distinto.
Pero teniendo una cámara de fotos en la mano siempre encontrará uno cosas que fotografiar, y aún no teniéndola siempre tendría uno la opción de simplemente mirar fachadas, vistas, puertas, rincones en los que los pimientos cuelgan en ristras para secarse, perros que duermen la siesta a las 7 de la tarde buscando los últimos rayos de sol, gatos que merodean por aquí y allá, y las siempre sorprendentes puertas de casas tras las que no hay una casa, sino un corral de gallinas, mulas o bichos similares, con un olor que si normalmente se identifica con desagradable, pero que en estas situaciones, nunca deja de ser casi encantador.
Sube pa’rriba, baja pa’bajo y luego por aquí y más tarde por allá. Un caminito te lleva a una ladera enfrente del pueblo, y ahí la vista es de postal. También, desde un mirador que hay (y desde muchas partes del pueblo) se vé la playa al fondo de los montes. Otra postal. Y de nuevo rincones, casa modernas, casas antiguas, casas incluso derruidas... ...hasta llegar a la fuente del pueblo, con un agua cristalina y con vestigios de que, antiguamente, la gente iba allí no solo a beber y coger agua, sino también a lavar en las pilas que convenientemente están dispuestas, pero que ya nadie usa, estamos en tiempos modernos.
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